Cuando
pasaba por Pescaíto, el barrio que vio nacer al mejor 10 del fútbol que ha
tenido Colombia: Carlos ‘Pibe’ Valderrama, el reloj de mi automóvil marcaba las
3:23 de aquella tarde de sábado.
Pescaíto
es un paso obligado para llegar a Taganga, el balneario turístico que está al
otro lado del cerro, al norte de Santa Marta.
Antes
de comenzar a subir la montaña por la vieja carretera, atravesé la vía alterna
al puerto y la línea férrea del tren, que por allí circulan gemelas.
Había
que bajar a primera el cambio del automóvil, para iniciar la empinada vía que
en zigzag bordea el cerro; mientras al lado derecho se observa la plenitud de
Santa Marta y la pobreza de sus barrios periféricos.
Al
alcanzar la cima y comenzar la bajada hacia la ensenada de Taganga, se observa
el más hermoso panorama natural: la montaña bordeando una bahía llena de
lanchas y canoas pertenecientes a los pescadores de este pueblito turístico que
recibe anualmente a cientos de visitantes provenientes de los más lejanos
rincones del mundo.
Mientras
baja raudo el automóvil, se aprecian las aves marinas revoloteando a la
distancia y, ahora, el cerro ya cambió de lado y nos acompaña con las primeras
edificaciones que se construyen en medio de su pendiente casi vertical.
El
cemento ha llegado a los cerros de Taganga y en medio de la árida vegetación ‘enerina’
se levantan varios hoteles sin parqueaderos, porque para llegar hasta sus habitaciones
solo construyeron escalinatas peatonales.
Cuando
entramos al pueblo, el bullicio tiene apoderado el lugar: música de todos los
ritmos; caras de todos los tonos y ojos multicolores muestran la diversidad de
culturas que se mezcla en esta tierra de playa, brisa y mar.
Por
sus estrechas calles caminan mujeres con mínimas prendas exponiendo sus cuerpos
al sol; caballeros de gran estatura y delgadez y turistas con sus caras
‘chapeadas’ a punto de aflorar la insolación.
Tanganga
recibe cientos de turistas de todo el mundo y es común cruzarse con ‘gringos’,
franceses, italianos, ingleses, japoneses y argentinos que llegan al pueblo,
encantados por las escuelas de buceo que existen allí.
“Divinos”,
gritó Angélica, mi hija mayor cuando vio salir a dos tipos de esbelta figura,
cabellos lacios, piel tersa y medio vestidos con un traje negro de buceo. De su
espalda colgaban los tanques de oxígeno. Acababan de bajarse de una lancha
rápida, tras terminar sus rutinas de buceo en el fondo de la bahía de Taganga.
“Son gringos”, agregó, sin que los tipos se inmutaran.
También
vi pasar mujeres pálidas buscando broncear sus bellas esculturas; otras, con
ojos rasgados que indicaban su procedencia oriental y algunas, vendiendo
cachivaches, con sus pelos enredados, cubiertos con pañoletas de colores y con
marcado acento del sur del continente americano.
Tanganga
es casi una torre de babel: un pueblo tan pequeño está lleno de gente de todo
el mundo. Y no es una exageración. Es quizá la población colombiana con más turistas
extranjeros, en relación a su tamaño.
La
tarde era espectacular. En medio del bullicio caminamos junto a gente que
parlaba francés, inglés y que se confundía entre pescadores y visitantes
locales.
A
lo largo de la bahía de Taganga, existe una hilera de kioskos con techos de
palma, enumerados, para que los nativos puedan vender la comida típica del
pueblo, que en todas sus variedades incluye el pescado como elemento central.
Las
casas de la población poseen ventanas redondas, simulando camarotes de barcos,
mientras que los niños corren descalzos con sus cabellos cobrizos por la
exposición permanente al sol.
Entre
las cálidas aguas que besan la arena de la playa y el malecón, se ‘parquean’
las lanchas rápidas que llevan a los visitantes a las otras bahías cercanas;
las canoas de los pescadores y las cabuyas de los trasmallos para pescar.
Los
flashes de las cámaras digitales son interminables y la poses de los cuerpos
para las fotos, incontables.
Taganga,
es un pueblo pequeño, pero reconocido en el mundo por tener el mayor número de
escuelas de buceo en la región, hasta donde llegan estudiantes y amantes del
mar para conocer y desentrañar sus profundidades.
Mientras
nos confundimos entre los visitantes de esa tarde, por la adoquinada calle
principal, frente al mar, mis bolsillos van perdiendo peso porque las
artesanías van llegando a las muñecas, orejas, cuellos y cuanta parte del cuerpo
aguante poner una obra de los artistas nacionales y extranjeros que exponen sus
creaciones en el suelo, sobre una pedazo de tela, entre las que se cuentan
manillas, aretes, pulseras, bolsos, baberos y todo aquello que las mujeres usan
como accesorios para verse más bellas.
El
sol va perdiendo su batalla con el día; y al final del horizonte, donde se aman
el mar con el cielo, la brillantez de la tarde se va tornando amarillenta, pero
con una fuerza impresionante que convierte en todo un espectáculo el atardecer
taganguero.
No
pasaron muchos minutos cuando ya el sol de ese día era historia y comenzaban
los primeros brochazos de oscuridad.
Era
el momento de partir y dejar aquel pueblo mágico del que tengo hermosos
recuerdos y del que ahora me llevo un nuevo cargamento de felicidad.
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ResponderEliminarte comparto unas fotos que tome en mi viaje a Taganga, este lugar tienen los mejores atardeceres que he visto
ResponderEliminarhttp://sergiosognatore.blogspot.com/2012/09/cielo-de-taganga.html