lunes, 18 de febrero de 2013

Mi regreso a Taganga


Cuando pasaba por Pescaíto, el barrio que vio nacer al mejor 10 del fútbol que ha tenido Colombia: Carlos ‘Pibe’ Valderrama, el reloj de mi automóvil marcaba las 3:23 de aquella tarde de sábado.

Pescaíto es un paso obligado para llegar a Taganga, el balneario turístico que está al otro lado del cerro, al norte de Santa Marta.

Antes de comenzar a subir la montaña por la vieja carretera, atravesé la vía alterna al puerto y la línea férrea del tren, que por allí circulan gemelas.


Había que bajar a primera el cambio del automóvil, para iniciar la empinada vía que en zigzag bordea el cerro; mientras al lado derecho se observa la plenitud de Santa Marta y la pobreza de sus barrios periféricos.

Al alcanzar la cima y comenzar la bajada hacia la ensenada de Taganga, se observa el más hermoso panorama natural: la montaña bordeando una bahía llena de lanchas y canoas pertenecientes a los pescadores de este pueblito turístico que recibe anualmente a cientos de visitantes provenientes de los más lejanos rincones del mundo.

Mientras baja raudo el automóvil, se aprecian las aves marinas revoloteando a la distancia y, ahora, el cerro ya cambió de lado y nos acompaña con las primeras edificaciones que se construyen en medio de su pendiente casi vertical.

El cemento ha llegado a los cerros de Taganga y en medio de la árida vegetación ‘enerina’ se levantan varios hoteles sin parqueaderos, porque para llegar hasta sus habitaciones solo construyeron escalinatas peatonales.

Cuando entramos al pueblo, el bullicio tiene apoderado el lugar: música de todos los ritmos; caras de todos los tonos y ojos multicolores muestran la diversidad de culturas que se mezcla en esta tierra de playa, brisa y mar.

Por sus estrechas calles caminan mujeres con mínimas prendas exponiendo sus cuerpos al sol; caballeros de gran estatura y delgadez y turistas con sus caras ‘chapeadas’ a punto de aflorar la insolación.

Tanganga recibe cientos de turistas de todo el mundo y es común cruzarse con ‘gringos’, franceses, italianos, ingleses, japoneses y argentinos que llegan al pueblo, encantados por las escuelas de buceo que existen allí.

“Divinos”, gritó Angélica, mi hija mayor cuando vio salir a dos tipos de esbelta figura, cabellos lacios, piel tersa y medio vestidos con un traje negro de buceo. De su espalda colgaban los tanques de oxígeno. Acababan de bajarse de una lancha rápida, tras terminar sus rutinas de buceo en el fondo de la bahía de Taganga. “Son gringos”, agregó, sin que los tipos se inmutaran.
 
También vi pasar mujeres pálidas buscando broncear sus bellas esculturas; otras, con ojos rasgados que indicaban su procedencia oriental y algunas, vendiendo cachivaches, con sus pelos enredados, cubiertos con pañoletas de colores y con marcado acento del sur del continente americano.

Tanganga es casi una torre de babel: un pueblo tan pequeño está lleno de gente de todo el mundo. Y no es una exageración. Es quizá la población colombiana con más turistas extranjeros, en relación a su tamaño.

La tarde era espectacular. En medio del bullicio caminamos junto a gente que parlaba francés, inglés y que se confundía entre pescadores y visitantes locales.

A lo largo de la bahía de Taganga, existe una hilera de kioskos con techos de palma, enumerados, para que los nativos puedan vender la comida típica del pueblo, que en todas sus variedades incluye el pescado como elemento central.

Las casas de la población poseen ventanas redondas, simulando camarotes de barcos, mientras que los niños corren descalzos con sus cabellos cobrizos por la exposición permanente al sol.

Entre las cálidas aguas que besan la arena de la playa y el malecón, se ‘parquean’ las lanchas rápidas que llevan a los visitantes a las otras bahías cercanas; las canoas de los pescadores y las cabuyas de los trasmallos para pescar.

Los flashes de las cámaras digitales son interminables y la poses de los cuerpos para las fotos, incontables.

Taganga, es un pueblo pequeño, pero reconocido en el mundo por tener el mayor número de escuelas de buceo en la región, hasta donde llegan estudiantes y amantes del mar para conocer y desentrañar sus profundidades.

Mientras nos confundimos entre los visitantes de esa tarde, por la adoquinada calle principal, frente al mar, mis bolsillos van perdiendo peso porque las artesanías van llegando a las muñecas, orejas, cuellos y cuanta parte del cuerpo aguante poner una obra de los artistas nacionales y extranjeros que exponen sus creaciones en el suelo, sobre una pedazo de tela, entre las que se cuentan manillas, aretes, pulseras, bolsos, baberos y todo aquello que las mujeres usan como accesorios para verse más bellas.
 
El sol va perdiendo su batalla con el día; y al final del horizonte, donde se aman el mar con el cielo, la brillantez de la tarde se va tornando amarillenta, pero con una fuerza impresionante que convierte en todo un espectáculo el atardecer taganguero.

No pasaron muchos minutos cuando ya el sol de ese día era historia y comenzaban los primeros brochazos de oscuridad.

Era el momento de partir y dejar aquel pueblo mágico del que tengo hermosos recuerdos y del que ahora me llevo un nuevo cargamento de felicidad. 

2 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. te comparto unas fotos que tome en mi viaje a Taganga, este lugar tienen los mejores atardeceres que he visto

    http://sergiosognatore.blogspot.com/2012/09/cielo-de-taganga.html

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