A comienzos de abril, cuando el vallenato se escucha a
borbotones por todos los poros de la ciudad, Lola salió a escondidas de sus
‘padres’ al parque del barrio donde vive. Allí, coqueteaba descaradamente al
punto que varios machos lograron interesarse en sus movimientos y la siguieron
por todo el piso verde tachado con hojas de mango recién caídas.
Quizás eran las ocho de la mañana. Quizás, muy temprano para
esa salida. Quizás el momento no era el indicado, pero Lola no quiso perder esa
oportunidad, única para ella. Quizás, más tarde no podría salir de su
residencia.
Allí, en medio de las miradas de todos, escogió entre los
machos al que ella consideró sería el padre de sus hijos; se acercó y con una
mirada le dio la señal. Se lamieron y en un rincón del parque hicieron el amor,
mientras los demás jugaban tranquilamente y, algunos, se reían y señalaban con
sus dedos la escena que dominaba el panorama del parque infantil. Fue la única
vez que Lola permitió una penetración amorosa.
Poco a poco fueron cambiando las facciones de Lola y su
abdomen se abultó descaradamente al punto de dar a luz tres hermosos hijos: dos
varones y una hembra.
No hubo tiempo de recriminaciones y con la llegada de los
nuevos miembros de la familia todos estaban felices. Era un gran acontecimiento
Los hijos de Lola llenaron aquella casa de nuevos
movimientos y visitantes; mientras que los primíparos abuelos compartían su
tiempo con los chiquillos.
“Qué hermosos son”, dijo una de las vecinas que llegó atraída
por los comentarios y ante la necesidad de enterarse de primera mano de la
novedad en aquella vivienda.
“Sí. Son muy hermosos y la mamá los amamanta muy bien”, dijo
la señora Eli, la feliz abuela.
“Cuando los vaya a vender me avisa, yo le compro uno de esos
perritos, están bien bonitos”, pidió la vecina.
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