Cada mañana, cuando el sol apenas gateaba, llegaba con su verde intenso a confundirse con las hojas del guanábano. Era mi amiga, La Iguana
Cuando la ventana se abría, levantaba la cabeza y movía sus
ojos verdes, cargados de felicidad por el alimento mañanero que le propiciaba
el árbol de frutos con corazón blanco.
Una mañana se posó sobre la corteza gris del guanábano y
miraba con intensidad hacia la ventana. A su lado derecho, una hoja le generaba
una tenue sombra; mientras que a la izquierda, diminutas hormigas arrieras le
hacían compañía en un largo camino con un cargamento verde sobre sus pequeños
cuerpos.
Su cola se meneaba cual palmera tropical a orillas de una
playa caribeña, bamboleada por la brisa de marzo. Ella movió su cuerpo hacia
abajo del árbol, bajando de cabeza hasta alcanzar el suelo.
Mi mano movió la ventana de cristal para verla un poco más y
ella corrió como alma que lleva el viento. La Iguana nunca volvió.
Un día, mientras regresaba a casa, un vecino me habló de la
gastronomía elaborada con animales de monte, asegurando que es la más exquisita
que se puede preparar en toda la región.
“Hace unos días agarré una iguana que venía del patio de la
casa suya; estaba grandecita y gorda”, me dijo.
“El guiso me quedó delicioso”, agregó, con una enorme
sonrisa en su rostro.
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